¿Es la terapia un dispositivo de control?


 


De la distancia
entre la semilla
y el sol
comprendo
que todo es posible.


(Beatriz Vallejos)

 

Elijo incomodarme, picarme las costillas, jalarme las orejas y morderme allí donde más duele. E invitarte a ti. ¿Despertarme? Quizá. Los años de hacer lo que hago adormecen y anestesian. A veces el consultorio es una burbuja que aísla. Bien vale entonces hacerme preguntas que perturban. Las preguntas que me llevan a respuestas complacientes, las que me dan la razón desde el principio, casi nunca son verdaderas preguntas sino modos de afirmar lo que ya sabía y mantenerme en donde ya estaba. La pregunta me inquieta y siento la tentación de mirar hacia otro lado, de ignorarla. Esa primera pregunta me lleva a otra: ¿La terapia sirve? Lo más sencillo es responder que sí, que por supuesto la terapia sirve, que a mí me ha servido, que a otros también, que mucha gente dice lo mucho que la terapia le ha ayudado. Suspiro entonces: asunto resuelto, lo que hago tiene sentido, la terapia sirve.  ¿Podemos pasar a otra cosa? Pero no quiero respuestas que me tranquilicen, respuestas té de tila y cobijita tibia. Sigo entonces: ¿Y si no sirve? ¿Por qué sirve la terapia? ¿Cómo es que sirve? ¿No es la utilidad de la terapia una fantasía sostenida por terapeutas, pacientes, institutos y el sistema completo?

 

Suelo hacer la siguiente pregunta a mis alumnos como un modo tramposo de hacérmela a mí: ¿le serviría a alguien acudir a terapia si no cree que la terapia pueda servirle? No es una invención, hay pacientes así: llegan enviados por alguien, obligados a veces. No quieren estar allí porque no creen en la terapia. “Va a ser una pérdida de tiempo y de dinero”, “Nada va a cambiar por contarle mis cosas a un desconocido”. ¿Le servirá la terapia a ese paciente? Mis alumnos suelen contestar que no, no le serviría, si no cree en la terapia nada de lo que se haga allí servirá. Estoy de acuerdo. Pero entonces ¿lo que sirve es la terapia o la creencia en la terapia? Si sirve solo porque creo en ella, la terapia es un placebo. Lo que ayuda al paciente es su creencia, y esa creencia podría estar dirigida lo mismo a la terapia que al chamanismo, al tarot, a los cuarzos, al horóscopo de una revista.

 

Recuerdo al paciente que llegó a mi consultorio porque no lograba consolidarse económicamente. Yo propuse revisar su relación con el dinero, su idea acerca de la riqueza, los modos como detenía su creatividad. Él me pedía otra cosa. “Lo que quiero que hagamos es desbloquear una energía que me detiene. ¿Podemos hacer algo para que mi energía se abra a la abundancia?” Le respondí que esa no era mi forma de trabajar, que yo no podía saber si alguna energía exterior a él lo detenía, mi trabajo consistía en ampliar la conciencia de sí mismo y de sus relaciones y responsabilizarse de ello. Aceptó mi propuesta, pero un par de sesiones después me avisó que se iba. “Me recomendaron a una sanadora que limpia las energías del pasado, fui con ella y en dos sesiones siento que todo está cambiando para mejor”. Le dije que me daba gusto esa mejora y pregunté qué había descubierto. “Pues fue muy sencillo: me puso en el centro de un tapete, ella se cubrió con una capa roja para no recibir las energías negativas y se concentró. Descubrió que en una vida pasada yo fui mi tío bisabuelo, y ese hombre estafó a mucha gente. Yo fui él y entonces estoy pagando lo hecho en esa vida. Entonces limpió esa energía negativa del pasado y en ese instante sentí que me había desbloqueado. Los negocios empezaron a mejorar de inmediato”.  El paciente agradeció mi esfuerzo y se fue feliz a seguir con su trabajo de limpieza energética.

Lo más conveniente para mí sería afirmar que lo engañan y entonces yo quedo a salvo, me lavo las manos y sigo tan contento, pero hay hechos claros en lo que me cuenta: los negocios mejoraron de inmediato y él se siente ligero como nunca antes. ¿Entonces? Le creo: el trabajo de la sanadora le ha servido más que mi trabajo. ¿Por qué iba a mentirme? Creo también que le ha servido porque cree en ese trabajo, porque de hecho es lo que buscaba desde que llegó conmigo. Simplemente encontró lo que buscaba. Me parece que lo que le ayudó fue su profunda creencia en ese camino. Pero ¿no ocurre lo mismo con la terapia? ¿Ayudo a mis pacientes solo porque creen firmemente que puedo ayudarles? ¿Si la terapia es una ficción sostenida por el terapeuta y el paciente se convierte en verdad?

 

Me atrevo a pensar que en algún momento la mayoría de los terapeutas nos preguntamos si lo que hacemos sirve. Yo me la hago. Quizá demasiado. Cuando veo a algunos pacientes me respondo que sí, pero cuando veo a otros me lleno de dudas. ¿He ayudado a alguien? ¿Lo que se movió en su vida, si algo se movió, pudo haber ocurrido sin mí? ¿Cómo puedo saberlo?

Recuerdo a Andrea. Llegó a terapia porque se sentía poco atractiva, incapaz de gustarle a un hombre. Desde su punto de vista, lo que le pasaba no tenía que ver con la belleza física sino con su inseguridad para vincularse. Trabajamos algunos meses explorando esa inseguridad, traté de compartirle mi mirada, de hacerle ver el vínculo que estábamos creando. Avanzábamos poco. Pero algo lo cambió todo: un día, Andrea se tiñó el cabello de rojo. Su piel tan blanca contrastaba con aquel color. Desde ese momento los hombres la miraban, se acercaban, y ella, al sentir esa cercanía se sintió atractiva y con mayor capacidad para relacionarse. Mientras la veía sonreír frente a mí en el consultorio pensé que le había sido más útil un frasco de tinte para el pelo que varios meses de terapia.

 

Ya Foucault advertía de cómo el poder controla normalizando. Ese es el mecanismo que utiliza para meternos en el aro, el panóptico desde donde se mira todo. El miedo a ser calificado como anómalo nos obliga a actuar como se espera que actuemos. La iglesia y el estado han sido efectivos dispositivos de normalización. Si nos salimos del redil, nos convertimos en pecadores o delincuentes y somos castigados. Hoy creemos que ni la Iglesia ni el estado tienen derecho a hurgar en nuestra vida privada. Sin embargo, hay otro dispositivo de normalización que nos somete con la misma o mayor efectividad: las instituciones de salud mental, es decir, la psiquiatría, la psicología, la terapia. Desde esta mirada somos nosotros, soy yo, el nuevo aliado del poder. No decimos “esto es pecado” o “esto es delito” sino “esto es patología”. Somos los psiquiatras y los psicoterapeutas a quienes se nos da el poder de decir al otro lo que es normal y lo que no. Se trata de un poder enorme.

 

“La terapia –escribe mi admirada Marina Garcés- se vislumbra como un nuevo dispositivo de control capaz de atravesar todas las dimensiones de la vida social hasta llegar a lo más recóndito de nuestras almas”. Actualmente, esa normalización que controla tiene diferentes rostros, algunos casi amables. Pienso en la avalancha de propuestas siempre optimistas en donde lo normal es estar siempre feliz, ser siempre exitoso, querer a todos, no dejar de crecer. En principio no suena mal, hasta que se convierte en una exigencia constante desde la cual nos evaluamos y evaluamos al otro. No es raro que muchas personas se sientan insuficientes por no cumplir esa expectativa falsa. ¿Puedo crecer siempre? ¿Qué significa crecer? James Hillman, psicólogo jungiano, escribe: “La misma palabra «crecer» es una palabra adecuada para niños. Después de cierta edad, uno ya no crece. Ya no te salen dientes, ya no se forman músculos. Si algo comienza a crecer después de esa edad, se trata de cáncer”.

 

Frank Furedi, profesor emérito en Sociología, dice que la cultura terapéutica pone a funcionar un dispositivo de coerción y de control que no necesita del castigo porque se basa en el cultivo de la propia impotencia y vulnerabilidad en un mundo percibido como siempre amenazante. Para crecer, para realizarnos hay que acudir con un experto que conoce el camino, pues uno mismo será incapaz de lograrlo. Furedi no habla de un modelo terapéutico en específico sino de la cultura de la terapia. Allí, el individuo es el único protagonista de sus conflictos y se vive siempre incapaz de lograr la autorrealización, la autoestima y la plenitud (esas palabrejas que aparecen siempre en el lenguaje contemporáneo y new age) que se imponen como meta. La terapia, dice Furedi, nos lleva a identificarnos con nuestro problema y a ponernos una etiqueta (soy depresivo, soy ansioso, soy adicto) en lugar de resolverlo.

“La vida cotidiana se ha profesionalizado en todos sus momentos y dimensiones, hasta el punto de que ya nadie se atreve a vivir por sí mismo. Escuelas de padres, consultores matrimoniales, entrenadores personales, etc: tomar decisiones sin el referente de un experto da miedo. Este miedo es la principal arma de la cultura terapéutica: el miedo que nos tenemos a nosotros mismo cuando no seguimos las pautas que nos ofrece el terapeuta. El miedo que tenemos a fallar y a no saber”.

 

Jeffrey Masson, investigador doctorado en Harvard y durante algunos años director de proyectos de los Archivos Sigmund Freud, no se anda con cosas y abiertamente dice que la terapia debería abolirse, pues supone un potencial peligro para quienes acuden a ella.

“Toda interacción terapéutica involucra un desequilibrio de poder. Los terapeutas tratan de negarlo, pero ¿cómo no va a ser así? Una persona está necesitada, sufriendo; y la otra persona aparentemente está sana, se le paga y es supuestamente sabia y conocedora. Los terapeutas tienen que mantener esta imagen en alto. Cuando las personas obtienen poder así, lo más probable es que abusen de él, y lo hacen”.

Por supuesto que salto ante lo que leo, me revuelvo, pelo los dientes y me defiendo. Luego vienen a mi memoria los muchos pacientes que me han contado que efectivamente sufrieron algún tipo de abuso por parte de sus terapeutas. En casi todo los casos se trataba de terapeutas humanistas, en casi todos los casos se trataba de varones. ¿De qué modos he abusado yo?

Efectivamente ser terapeuta nos coloca en un lugar de poder, casi todas las culturas a lo largo de la historia han creído que hay personas capaces de sanar el sufrimiento físico o psicológico, y que esas personas son especiales. Más allá de eso, están los terapeutas que también acaban (¿acabamos?) creyendo en esa supuesta superioridad y se asumen Maestros, Artistas, Chamanes (la mayúscula no es casualidad) capaces de cambiar vidas. Es que el poder es seductor, engolosina, nos infla y nos engaña haciéndonos creer más grandes que lo que somos. Dolorosamente he visto que a mayor diferencia de poder en una relación (real o imaginado) mayor es el riesgo de abuso.

Quizá hace falta empezar por cómo miro lo que hago. ¿Y si elijo ver esto que hago como un oficio tan digno pero tan sencillo como el de la maestra de escuela, el cocinero, la artesana, el carpintero? ¿Si nos olvidamos de nuestra falsa grandeza, nos bajamos del huacal y participamos con todos y todas? Creo sinceramente que la terapia es eso: un oficio más que no me hace superior a nadie.

 

Veo también el modo como los terapeutas, desde una supuesta superioridad, critican otros modelos o a otros terapeutas o a otros institutos, seguros de que ellos y nadie más que ellos tienen la razón, los demás, pobres, se equivocan o no saben o no entienden. De nuevo, el poder que nos hace trepar para mirar a los demás desde arriba de pequeñas torres de huacales.

No todos, digo, no todos y me escucho como esos varones que repiten lo mismo ante la constante indignación femenina, ante el Me too, ante las marchas el 8 de Marzo. No todos.

Hay terapeutas cuidadosos, me digo, respetuosos, sencillos, humanos, que saben amparar a sus pacientes ante el sufrimiento. Claro que los hay, pero ante mi objeción, sale Masson al paso y contesta: “Hay terapeutas que son humanos, amables, compasivos, buenos para escuchar y que tratan de ayudar. Lo que objeto es la profesionalización de esas buenas cualidades”.  Es decir, hacer de esas cualidades una profesión por la que se cobra. ¿No podría ofrecer eso mismo un amigo o una amiga sensible y sin cobrar por ello?

No solo eso, Masson también dice que esas cualidades pueden ser solo aparentes, una máscara que usamos los terapeutas para actuar ese cuidado por el otro más que vivirlo de verdad. “Los terapeutas no son menos enjuiciadores que el resto de nosotros. Ellos aprenden a presentar una fachada muy buena. A sesenta dólares la hora uno puede aprender a parecer muy aceptante (…) La postura aceptante y no enjuiciadora de los terapeutas es teatro (…) ¿Cómo saben ellos si son bondadosos y aceptantes porque quieren el dinero o porque se sienten así?”.

 

Pienso también en la cantidad de nuevos diagnósticos que aparecen cada cierto tiempo y que parecen volverse una moda. ¿Cuántos niños fueron diagnosticados con Trastorno por déficit de atención? ¿Cuántas personas son diagnosticadas como depresivas cuando lo que tienen es tristeza? Es claro que esto conviene a los laboratorios que producen medicamentos para combatir estos trastornos, pero ¿no sirve también a los terapeutas? Ivan Illich ya advertía de la terapia como una industria que tiene que hallar nuevos yacimientos que explotar. Como los neuróticos comunes no son suficientes, tiene que encontrar nuevas «minas» y generar nuevas patologías. La institución de salud mental fabrica nuevos padecimientos que nos alejan de la normalidad y luego cobra por curarlos y darnos el certificado de normalidad.

 

Ya sé, ya sé. Dan ganas de objetar, de defenderme, de poner ejemplos de lo contrario. Pero no quiero hacer eso ahora, lo que quiero es escuchar esas opiniones que me perturban, hacerles espacio en mí, preguntarme qué hay de cierto en ellas. Sí, quizá no todo lo que afirman es cierto, pero ¿qué sí lo es?

No se trata de hacer estudios que demuestren científica y cuantitativamente (una perspectiva positivista) que la terapia sirve, como nos piden a veces desde el paradigma médico. No me interesa eso. Creo que nuestro oficio difícilmente puede evaluarse desde ese lugar pues trabajamos no con datos sino con experiencias y la experiencia es siempre subjetiva, única, incuantificable. Pero eso no significa evitar las preguntas y objeciones que se le hacen a la cultura terapéutica.

 

Hay un famoso diálogo entre James Hillman y Michael Ventura cuyo título me incomoda y me interpela: “Hemos tenido cien años de psicoterapia y el mundo va peor”. Miro alrededor: individualismo salvaje, devastación del planeta, mareas de migrantes que se encuentran con fronteras cerradas, el resurgimiento de posturas racistas y clasistas, cada uno sumergido en su teléfono. ¿De algo han servido estos cien años de terapia? ¿O solo nos sirve a los terapeutas porque nos ganamos la vida haciendo terapia?

 

No creo que la terapia, ninguna, pueda cambiar el mundo, pero me gustaría pensar en una terapia que participe, que ponga su pequeña parte para que el mundo no se destruya. Esto implica mirar afuera e implicarme. Hace meses escribí sobre la óptica, la estética, la ética y la erótica de la terapia. Creo que es necesario pensar juntos también en la dimensión política de la terapia.

De nuevo, James Hillman: “La terapia continúa creyendo ciegamente que está curando al mundo exterior al hacer mejor a la gente. Hemos sostenido eso por años y años y años (…) La psicoterapia sólo trabaja en esa alma «de adentro». Al quitar el alma del mundo y no reconocer que el alma también está en el mundo, la psicoterapia ya no puede hacer más su trabajo. Los edificios están enfermos, las instituciones están enfermas, el sistema bancario está enfermo, las escuelas, las calles – la enfermedad está ahí afuera”.

¿Puede la terapia participar en ese “afuera”? ¿Puede invitarnos a cuestionar ese afuera en lugar de solo ayudarnos a adaptarnos a él? ¿O es la terapia parte de la enfermedad más que de la cura?

 

Decir afuera es decir los otros y las otras, pero también los seres no humanos, también el medio ambiente, la naturaleza toda, el mundo; también las injusticias, la violencia cotidiana, el consumismo que literalmente se está tragando la tierra. También la escuela, las familias, el arte. También la tiendita de la esquina, la vecina sola del 3B, los perros callejeros.  Quiero decir un afuera que rompa el nosotros que tan lindo es pero que también tantas veces me separa, me lleva a ver por los míos, por los nuestros, por los de este lado. Quizá la terapia relacional no es suficiente si se limita a explorar mis relaciones más próximas y no se asoma también a las otras relaciones: las políticas, las comunitarias, las lejanas, las incómodas.

En la terapia relacional nos hemos permitido salir de nosotros mismos, y eso ya es abrir una ventana y dejar que entre el aire. La depresión, decimos, no es de la persona deprimida sino de un campo depresivo que cocreamos el paciente y yo. Pero ¿podríamos ir más allá? ¿Si también la pensáramos como Hillman?  “La depresión que todos intentamos evitar bien podría ser una reacción crónica prolongada a lo que le hemos estado haciendo al mundo, un duelo y un sufrir por lo que le hacemos a la naturaleza y a las ciudades y a pueblos enteros -la destrucción de gran parte de nuestro mundo. Puede que en parte estemos deprimidos porque esta es la reacción al dolor y al sufrimiento que no estamos viviendo conscientemente”.

 

Este texto que va surgiendo del grupo de reflexión tiene más preguntas que respuestas y quiere tener sabor a provocación. Empezar por provocarme a mí, por despertarme a mí, por sacudirme a mí para no quedar atrapado en mi burbuja en lugar de mirar a ese afuera que está herido.

Quizá la pregunta que palpita aquí dentro es la que se hacen Hillman y Ventura: ¿Podría el consultorio ser un espacio donde se prepara la revolución? Ellos afirman que sí, que al menos podría ser partícipe de ello. Pero eso supondría mirar de modo distinto lo que hago día a día.

“La sala de consulta podría volverse una célula de revolución si la terapia ubicara nuestros problemas más en el presente y dirigiera nuestra atención al mundo, en lugar de sólo al interior”.

 

No quiero que mi hija crezca en este mundo devastado. Supongo que lo hará, pero si es así quiero que participe a su modo y que yo sea capaz de modelar eso mismo. Soy, siempre he sido un pesimista. Eso no siempre está mal, creo, pero a veces desde ese pesimismo termino por cruzarme de brazos y mandar todo al carajo. Quiero otra cosa. Quiero releer el epígrafe de este libro, si es que esto es un libro. ¡Cuánta distancia hay entre el sol y la semilla! Millones de kilómetros, y sin embargo, de esa semilla rozada por el sol nace una planta, una flor, un árbol.

 

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