EL PENE ES UN BICHO FRÁGIL


 

Nos gustan los mitos. Nos explican lo que somos, lo que hemos sido y también lo que quisiéramos ser. Cuántos personajes masculinos en los mitos que heredamos: Hércules por allá superando pruebas, Ulises volviendo a Ítaca, Sansón acabando con los filisteos, Prometeo robando el fuego a los dioses. Están los comandantes de ejércitos invencibles, los guerreros que no se rinden nunca, el vaquero que luego de salvar al pueblo se aleja sobre su caballo rumbo al atardecer, el caballero de brillante armadura que rescató a la princesa de las garras del dragón. Actualmente hay personajes menores que siguen encarnando el mito de lo masculino: algún actor Hollywoodense que conquista bellezas, el millonario que levantó un emporio, el deportista que lo gana todo. Y está el pene. Ah sí, porque el pene es también un mito masculino. O quizá, más que decir el pene, habría que decir El Falo, así con mayúsculas, como mayúsculo es él. Ni más ni menos: allí entre nuestras piernas, como un cetro de rey, vara de mago, el falo se yergue como símbolo del poder, como el que da y quita, como el capaz de llevar al éxtasis a la afortunada que tenga el honor de ser penetrada por él. También es un arma, capaz de castigar a quien desobedece, de invadir y apropiarse de territorios (cuántas palabras violentas que se usan como sinónimos de la penetración). En diferentes lugares del mundo, desde tiempos ancestrales, se alzan figuras fálicas para celebrar a este protagonista de la vida y del placer. Ninguna parte del cuerpo tiene tantos nombres, y cada uno de esos lo compara con objetos grandes, duros, peligrosos, suculentos. Oh, Falo, símbolo de nuestro poder y de nuestra majestad, alabado seas.

Si bien ya no alzan estatuas que lo representen, sí existen repetidas hasta el hartazgo las pitoselfies, esas fotografías que los hombres tomamos de nuestros propios penes con la cámara del celular para enviarlas luego a quienes no las han pedido ni quieren verlas suponiendo que quien lo mira quedará admirada y agradecida por tan generosa ofrenda. La pitoselfie es una marca de nuestro tiempo que incluye mucho del mundo que vivimos: tecnología, conexiones, narcisismo, falocentrismo, invasión, violencia, ejercicio del poder. Todo en una foto. ¿Cómo diablos suponemos que a alguien le interesará nuestro pene aparte de a nosotros mismos? Un pene es solo un pene, tan parecido a otros, tan común, tan poca cosa. El único que parece no darse cuenta de su insignificancia es el dueño de ese pene. La pitoselfie es lo poco que queda de ese poder que ya no existe y se añora. Ah sí, porque eso que tenemos entre las piernas, amables congéneres, no es El Falo, sino un pene cualquiera. Bajemos de nuestra nube fálica y enfrentémonos a la realidad: el pene es un órgano más y no solo eso: es uno especialmente frágil, solo que rara vez nos atrevemos a verlo como es, en toda su simpleza.

¿Lo pensamos un poco?

Nos enseñaron que el pene era el dador de vida. En muchas culturas, antes de los avances de la medicina, se consideraba que la participación de la mujer en la creación de un ser humano era la de un mero recipiente, una incubadora, en la que la semilla que el varón había depositado crecería durante nueve meses. Consideraban que en el semen estaba la semilla completa y no solo los 23 cromosomas que ahora sabemos. Pues no, somos solo participantes, aportamos la mitad de la información y luego es ella quien lo lleva dentro y crea un vínculo previo al nuestro. Sin óvulo no hay vida, así que nuestra semilla no basta. Además, los adelantos en temas de fecundación permiten que ocurra un embarazo sin que el pene deba estar presente, basta que haya espermatozoides bien conservados para que haya un nuevo embrión.

Nos enseñaron que el pene era el gran dador de placer, el único capaz de llevar a la mujer al éxtasis. Pues tampoco. Esa mirada fue nuestra construcción, siempre falocentrista y, por lo mismo, coitocentrista. Inventamos que no había mayor placer que el que ofrecía el pene durante el coito, pero se trata de un invento que nos pusiera en el centro. El placer de la mujer no depende del pene, de hecho, como sabemos hoy, el órgano capaz de mayor placer es el clítoris, cuyo estimulo no requiere de la penetración. Por otra parte, la invención del dildo y sus variantes electrónicas han hecho aún más evidente la limitada capacidad del pene. Paul Preciado, en su Manifiesto Contrasexual habla, entre otras cosas, de como el dildo derrumba la idea del Falo todopoderoso.

“En este contexto, el dildo viene a ocupar un lugar estratégico entre el falo y el pene. Va a actuar como un filtro y a denunciar la pretensión del pene de hacerse pasar por el falo (…) La invención del dildo supone el final del pene como origen de la diferencia sexual. Si el pene es a la sexualidad lo que dios es a la naturaleza. el dildo hace efectiva, en el dominio de la relación sexual, la muerte de dios anunciada por Nietzsche (…) El dildo es el otro malvado, Es la «muerte» que acecha al pene VIVO. Aterra. Relegado hasta ahora al rango de imitación secundaria, el nuevo sexo-de-plástico abre una línea de evolución de la carne alternativa a la del pene”. (Preciado p.60-67)

Cualquier dildo actual es capaz de ofrecer mayor placer que un pene, sus movimientos, vibraciones, palpitaciones, etcétera, son incomparables. “El dildo se vuelve mecánico, suave, silencioso, brillante, deslizante, transparente, ultra-limpio, saje. No imita al pene, sino que lo sustituye y lo supera en su excelencia sexual” (Preciado p.67) Pero no solo eso, la existencia del dildo nos da la posibilidad de ser, todos y todas, penetradores y penetrables (a través de la vagina o el ano). Si buena parte de la creencia en la superioridad masculina parte de su capacidad activa y penetrante (la mujer es inferior, dice el patriarcado, por ser pasiva y penetrable), el dildo y sus avances, terminan a punta de vibraciones con esa fantasía. Todos y todas podemos ser activos y pasivos, todos y todas, penetrantes y penetrables. El pene no es, ni de lejos, el gran dador de placer ni el centro del mundo.

La idea del pene duro, grande, fuerte y penetrante es un mito, pues deja de lado las otras polaridades que son tan importantes como estas. Si a un macho representante del patriarcado se le dice que también necesita ser suave, pequeño, frágil y, sobre todo, penetrable, es posible que le salgan ronchas, porque estas palabras representan lo femenino, es decir, lo contrario de lo que le han enseñado que debe ser. Sin embargo, hacer de lado estas características que no son femeninas sino humanas, empobrece, cuando no mutila, nuestra humanidad, y no solo eso, también puede afectar a nuestra erección. Así es, cuando pensamos en el desempeño sexual del pene, normalmente imaginamos al pene ya erecto, es decir, grande, duro, fuerte, penetrante. Y sí, el pene tiene esas polaridades. Lo que solemos olvidar e incluso rechazar es que la fisiología de la erección requiere también de las polaridades opuestas. No quiero meterme demasiado al tema de la fisiología, pero si nos asomamos un poco descubriremos que la erección solo es posible si el pene se llena de sangre; sin ese llenado es imposible la erección. Pero ¿cómo es que se llena de sangre el pene? Ante el estímulo sexual, se liberan sustancias que relajan el músculo liso del pene, esto trae como resultado la dilatación de las arteriolas peneanas que irrigan los cuerpos cavernosos del pene, aumentando de esta manera el  flujo sanguíneo y la presión de perfusión (la penetración lenta de la sangre) al tejido eréctil. Así sucede la erección. Subrayo algunas palabras: relajación, dilatación, ser penetrado por la sangre.

Esto quiere decir que la erección solo es posible si el pene se relaja, se abre y se deja penetrar por la sangre. Sí, queridos y no tan queridos congéneres: el pene necesita ser penetrado para poder penetrar. No solo eso. Necesita ser pequeño para poder crecer, ser frágil para volverse fuerte, ser blando para endurecerse, ser pasivo para luego ser activo. De hecho, el pene duro-fuerte-grande-activo aparece en pocas ocasiones en comparación al pene blando-frágil-pequeño-pasivo, que es con el que solemos andar por el mundo. Como sexólogo clínico compruebo que en muchos casos la disfunción eréctil tiene que ver con la obligación y exigencia de ser infalible y siempre penetrante. Es que se trata de una exigencia opuesta a la realidad fisiológica de este órgano cuya característica principal es su posibilidad de pasar de una forma a otra, de cambiar, de poder ser de formas diferentes y no solo de una.

A pesar de lo anterior, se nos ha enseñado que el único pene válido es el pene erecto, el pene grande, el pene infalible. No solo eso, también se nos ha enseñado que nuestra masculinidad depende de eso, que es una de las pruebas que nos hacen hombres. Es por eso que cuando la erección falla se despiertan todas las alarmas: no se trata solo de una fragilidad sexual sino que es nuestra hombría y nuestro valor personal los que están en entredicho. La erección entonces es un asunto de hombría y es una prueba a la que estamos sometidos siempre. Pero también, es una reacción sumamente frágil y susceptible de ser afectada por muchas cosas. La poderosa erección puede desaparecer si bebimos unas copas de más, si estamos cansados, si tenemos estrés, si deseamos quedar bien, si tenemos miedo a fallar, si tenemos miedo a no ser aceptados, si nos sentimos comparados, si nos auto observamos. En realidad, basta una idea fugaz (“¿Y si no se me para?”) para que la erección no suceda.

Quizá es debido a esta fragilidad que los varones inventamos el mito del Falo Poderoso. Pascal Quignard dice: “El hombre no tiene el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo. Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas”. Algo similar dice Judith Butler en Cuerpos que importan: “los hombres deben medirse sin cesar con la idea del falo precisamente porque están dotados de pene y no de falo estando pues obligados a demostrar su virilidad de manera compulsiva”.

Desde hace ya muchos años escucho a muchísimos varones (entre los que me incluyo) con un enorme miedo a fallar en el desempeño sexual, especialmente a no tener la erección que desean. No solo los escucho en el consultorio: escucho conocidos, amigos, colegas. Normalmente no hablamos de este miedo, al contrario, fingimos que eso no nos ocurre a nosotros, o creemos que nunca nos ocurrirá. Pero la posibilidad está allí, siempre, y habrá que decir que no es grave. ¡No somos máquinas que deban funcionar sin fallos! El mundo y las cosas del mundo, los vínculos, las propias inseguridades nos afectan porque somos seres vulnerables, y mucho de lo que nos afecta en diferentes áreas de la vida tiene una repercusión en nuestra sexualidad. ¡Ya basta de jugar al juego de los todopoderosos! ¡Es tan agotador! ¿Y si empezamos por el pene?

En muchos casos, como sexólogo, no busco que la erección de mis pacientes sea infalible, sino que aprendan a mirarla como algo frágil y susceptible de ser afectada por todo lo que nos ocurre. Es la exigencia de infalibilidad la que nos hace daño.

Si algo nos sanaría, creo, es poder abrazar la fragilidad de nuestra erección y saber que nuestra sexualidad es falible, como cualquier otra experiencia humana. En lugar de eso, usamos sildenafil (viagra) y otros fármacos parecidos de modos alarmantes. El citrato de sildenafil fue aprobado en 1998. Desde ese momento, más de 20 millones de hombres en el mundo han sido tratados con este fármaco. Nada que objetar. Los avances médicos permiten eso: enfrentar enfermedades y disfunciones de modo eficaz. El problema está en otro lugar. Resulta que este medicamento se utiliza en enormes cantidades de modo “recreativo”, es decir, no porque la persona tenga una disfunción y lo necesite, sino para durar más, para poder más veces y, sobre todo, para disminuir el miedo a fallar. La pastilla azul se ha convertido ya no en un tratamiento eficaz para la disfunción eréctil, sino, como dice Preciado, en un dispositivo que fabrica un modelo de masculinidad, esa que no falla, que puede siempre, que demuestra su poder. En la actualidad, el todopoderoso pene necesita de millones de pastillas de viagra y similares para seguir ocultando su fragilidad.

Ser hombre, nos han dicho, es querer tener sexo, cuanto más mejor. Los hombres siempre piensan en sexo y siempre quieren sexo, dice el lugar común. No es verdad. Lo anterior es una construcción de género. Así como enseñan a las mujeres a sentirse culpables por su deseo sexual a los varones nos enseñan a culparnos si no lo sentimos. Por eso, cuando nuestro deseo no está presente nos sentimos fallidos e incompletos. Los varones, ante la posibilidad de un encuentro sexual nos preguntamos una y otra vez: “¿Podré? ¿Estaré a la altura de la exigencia del otro y de la mía propia?” Rara vez nos preguntamos algo aún más importante: ¿Quiero? Y no lo preguntamos porque asumimos que por ser varones debemos querer siempre. En realidad, no es un asunto de deseo organísmico, sino de no dejar ir una posibilidad. Con mucha frecuencia los varones tenemos sexo no por verdadero deseo sino porque hay alguien disponible para hacerlo, y si hay alguien disponible ser hombre es tomarlo.

Recuerdo a un paciente. Llegó a terapia diciendo que tenía miedo a no tener erección cuando no consumía viagra. Pensaba que a sus treinta y nueve años en realidad no lo necesitaba. Al explorar su experiencia me contó que llevaba varios meses teniendo encuentros sexuales a diario. Un día, descubrió que podía tener encuentros sexuales usando la aplicación, que siempre había personas disponibles. ¿Cómo perderse de esa posibilidad? Allí, tan cerca, estaba alguien deseando sexo, bastaban unos minutos para buscarle y quedar. Cada día buscaba a una persona diferente hasta que de pronto la erección falló. El viagra solucionó el problema, pero ahora sentía que sin la pastilla no funcionaría. No quería depender del fármaco ni temer por su erección. Antes que trabajar con la erección me pareció que había un tema anterior: ¿En realidad deseaba tener experiencias sexuales todos los días? Descubrimos que no tenía idea de la frecuencia de su verdadero deseo. Buscaba a aquellas personas porque estaban disponibles, porque podía, porque ¿cómo perdérselas? Su deseo no siempre estaba presente, a veces estaba saturado, agotado, distante. Para no renunciar a la experiencia disponible usaba el medicamento. Pero quizá la falta de erección era un aviso del choque entre su exigencia y su deseo auténtico. Más que trabajar para la infalibilidad de la erección era necesario trabajar para descubrir y escuchar a su verdadero deseo.

Lo que sucede con este paciente no es raro. La construcción de lo masculino como algo que se prueba acumulando experiencias sexuales nos pone ante esta misma situación: tener una experiencia sexual porque hay alguien disponible, porque suma puntos, porque aumenta nuestro estatus, porque nos hace machos y no porque lo deseemos en realidad. Si la erección falla es muy probable que busquemos “sanarla” antes que cuestionar esta sexualidad acumulativa y lejana a nuestra autenticidad.

No es raro que para los hombres, el cuerpo sea, sobre todo, el pene. El pene como centro, raíz, origen de la masculinidad, definición. Miro entre mis piernas ese órgano blando, encogido, frágil. Por momentos crece y se hace notar. Aquí estoy, grita sin voz y no hay modo de ignorarlo. Cambiante: suave y duro, escondido y notorio, tímido y audaz. Penetra, se hace lugar, irrumpe, pero para que eso sea posible antes se deja penetrar, se abre, se llena. A veces soy llevado por él, no ya su dueño sino su esclavo. Odio su poder sobre mí pero hago poco por liberarme; en lugar de luchar, me rindo. A veces lo olvido. Ay, el pene. Parte que se cree todo, débil que se inventa fuerte. Mentiroso y sincero a un tiempo. Cargado de exigencias despiadadas: que sea grande, que se erecte, que funcione, que dure, que espere, que pueda, que logre. Nunca me importó su tamaño, es mediocre como el resto mi cuerpo. Empezó a importar cuando mi sexualidad se volvió una prueba y una acumulación, cuando hice de la otra un objeto y permití que hicieran lo mismo conmigo. Entonces todo fue comparación. “¿Eres bien dotado? ¿Lo tienes grueso? Manda foto para comprobar. ¿Cuánto te mide?”  Es lo único que cuenta. Las miradas buscan, miden, juzgan, sacan conclusiones. Eligen o descartan. Entonces no soy yo quien tiene un pene sino un pene que me tiene a mí, yo solo un excedente, algo que va unido.

Hay penes con pánico escénico que se esconden ante los reflectores y otros descarados que salen a escena sintiéndose como en su casa. Penes orgullosos y avergonzados. Soy grande, dice el pene, soy fuerte y poderoso, repite hasta la saciedad. Así oculta su fragilidad, su eterno miedo a fallar.

Me quito la ropa y me miro al espejo. El Falo mítico no está aquí, lo que está es mi pene. Durante mucho tiempo fue una parte como otra, tan yo como mi mano derecha, como mi rodilla izquierda. Luego algo cambió: se convirtió en un parte central, porque en ella estaba siempre la posibilidad de la culpa y el pecado. Pasó de ser una parte a ser, por momentos, el casi todo. Placer y culpa, eterno campo de batalla. Exigencia constante. Durante años lo creí infalible, estar excitado era tener una erección, e iluso de mí, pensé que así sería siempre. Y no. Crecí, acumulé años, falla a veces. ¡Qué miedo entonces! Me avergüenzo, siento dolor, lo oculto. Mi discurso choca con mi realidad. Uso viagra y me da miedo fallar si no lo uso. Pero ¿no tener erección alguna vez es fallar? ¿Por qué uso esa palabra? Veo lo falocentrico que soy, lo coitocéntrico que soy. El patriarcado ya no afuera sino volviéndose cuerpo, inseparable de mi cuerpo.

Nuestro pene de cada día no es El Falo. Inventamos El Falo para compensar la falibilidad del pene y luego nos exigimos la imposibilidad de ser Falo. Nuestro invento nos aplasta y aplasta a quienes nos rodean. Pero si somos sinceros y nos vemos como somos descubriremos que nuestro pene es solo una parte y lejos de ese ser mítico que inventamos suele ser un bicho frágil.

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